Los niños funcionan bajo sus propias reglas. Son anarquistas que van por la vida inventando sus propias narrativas, con o sin sentido, como pequeños dementes o M. Night Shyamalan.

Después de que Lea nació, creí que nunca iba a poder dejarlo y volver a mi oficina a trabajar. Pero un día, finalmente lo hice. Literalmente, fui un día.

Partimos junto al futuro padre hacia el hospital, emocionados y sin noción del terror que se vendría, como una vaca que va al matadero o una mujer que se abre una cuenta en Tinder.

Ir de paseo con hijos chicos siempre es impredecible; puede ser una salida tranquila donde todo salga como planeado y no tengas que preocuparte por nada, o puede no ser una fantasía que no existe.

El colecho se juzga en el occidente como una práctica que seguramente traume a nuestros niños de formas imposibles de predecir hasta que de adultos se vuelvan ladrones o asesinos, o youtubers.

Ni quienes coordinan lanzamientos espaciales en la NASA tienen la capacidad de multitasking y manejo de crisis de un padre trabajando desde su casa. Llantos, gritos, risas, rabietas... y los niños también se quejan.