No te ahogues en un vaso de agua

Hace un par de semanas, mi hijo tuvo gripe. Nada grave, simplemente una gripe que duró varios días y que eventualmente desapareció a base de Ibuprofeno, antibióticos y 372 horas de videos de Blippi.

Si bien no fue grave, nos tomó un poco por sorpresa, porque él realmente nunca estuvo enfermo. En sus tres añitos de vida nunca se lastimó, ni tuvo otitis, ni cólicos, ni fiebre alta, ni se tiñó de negro y se hizo Emo, ni nada que nos hiciera temer por su salud.

Pero esta vez, pasaban los días y la fiebre no bajaba, y me preocupé. Me asusté. Al cuarto día, mientras esperábamos a que viniera la doctora a verlo, lo abracé un poquito más fuerte, le di un beso, y le dije que lo quería mucho y que daría lo que fuera por cambiar de lugar con él. Y me tosió en el ojo.

Como en pandemia uno no puede sonarse los mocos tranquilo, la doctora le indicó un hisopado para descartar que fuera Covid, el cual predeciblemente dio negativo. Eventualmente la fiebre desapareció y él volvió a ser el de antes, demostrándonos que ya se sentía mejor rayando el piso y trepándose a la reja de la ventana.

Quizás porque soy su mamá, quizás sea algo apocalíptica, o quizás simplemente como una reacción normal ante la angustia, por un momento me imaginé los peores escenarios, y sentí ese miedo que le corre a una por las venas cuando teme por la salud de sus hijos o se depila el cavado.

Quizás, también, porque lo asocié con la muerte de mi hermana. Porque aún si fue infinitamente minúsculo en comparación, me llevó al mismo momento de reflexión inevitable que siempre hacemos después de una tragedia; ese en el que uno hace una lista de las cosas que realmente importan en la vida; agradece tener salud, familia, seguridad y una cuenta de Netflix; y promete apreciarlas y no hacerse mala sangre por nimiedades.

El problema con ese sentimiento es que, como las ganas de empezar la dieta el lunes, es intenso pero dura poco, y al otro día de que una juró tener una actitud más zen hacia la vida, sale a manejar en hora pico y se le revierte toda la evolución espiritual.

Es inevitable. La casa se ensucia, las cosas se rompen y el trabajo satura, y una se va a estresar tantas veces como sus hijos se despierten a las 3 de la mañana preguntando cuándo sale el sol. Pero una vez cada tanto es importante recordar que la vida es corta, que nada es tan importante como la salud y la familia, y que es mucho más fácil depilarse con afeitadora.

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Perder el control